Readme.it in English  home page
Readme.it in Italiano  pagina iniziale
readme.it by logo SoftwareHouse.it


Esta noche, reunión en casa

de Vicente Battista



    Lo encontró una noche húmeda de noviembre, y estuvo a punto de gritar. Más tarde, toda vez que Alejandro Funes pensó en aquella noche, lo primero y quizá lo mejor que recordó fue el encuentro: Barreiro en el hall de un cine, solo y despreocupado. Siempre pensé que alguna vez me iba a topar con él, dijo Funes muchas veces, y, también siempre pensó (aunque esto nunca lo dijo) que ese día iba a ser distinto. No fue distinto. Fue igual a cualquier otro. Con idéntica gente e idénticos ruidos; con el mismo calor de noviembre, y, como otros jueves, la misma reunión en su casa. Igual a cualquier otra noche. Y. sin embargo, algo tiene que ser distinto; no sabe de qué forma (nunca lo supo), pero distinto. Porque el que ahora mira las carteleras, ese, de traje gris y sombrero crema, es, con otras ropas, el mismo Francisco Barreiro que años atrás dirigió a los que, entre golpes y picana, inventaron su humillación; el mismo que una tarde le anunció su libertad. Y lo llamó "gallina". Y le escupió la cara. Francisco Barreiro, que aparece todas las noches (cuando Funes, solo, no tiene a quién contarle su hazaña), ahora está ahí, en el hall de un cine. Funes sabe que debe decir: "Por fin, Barreiro" y entrar a ese hall. Pero, inexplicablemente o por algo que esa misma noche acabará de explicarse, permanece quieto y callado. Eso también lo recordó, después.
    ­Como si fuera hoy ­dijo Funes mientras, con un gesto, le indicaba a Ana María que baje el volumen del tocadiscos­, pero mejor no hablemos de esto.
    Claro, claro, en casa de un héroe ­dijo alguien, como de costumbre­ y vamos a permitir que se quede callado, por favor.
    ­Malditos los pueblos que necesitan héroes­ intervino Haroldo, levantando la copa y haciendo un brindis ceremonioso­, con razón lo afirmó Brecht, y yo, en esa parte, estoy de acuerdo con Brecht.
    Lo miraron. sorprendidos.
    ­Además ­agrego­, en esa parte, los campos de papá también están con Brecht.
    Ana María había conseguido el volumen necesario para el relato de su marido.


    Pero Barreiro no ha sacado entradas. Estuvo un rato parado junto a la boletería y ahora pasea por el hall lentamente, como esperando a alguien. Dios quiera que no, implora Funes. Y Dios quiere: Barreiro camina solo, hacia Corrientes. Funes comienza a seguirlo, todo se hace más fácil. Ha pensado muchas veces en esta persecución. Raro, nunca la había imaginado por el centro de Buenos Aires y nunca se le había ocurrido que por el centro es mejor: están los testigos. ¿Para qué testigos? Todo lo que ahora deba pasar será una cosa entre Barreiro y yo, piensa, y se detiene un segundo: ¿Quién le asegura que Barreiro ya no pertenece a la Especial? Mil veces lo ha dicho en su relato: "los gobiernos cambian ­dice­ pero ellos siguen siendo los mismos. Antes, Sección Especial. Ahora, Dipa o Coordinación; personal: el mismo". ¿Para qué testigos?, piensa. Y, sin querer, también piensa que está armado. "Todo policía lleva armas." Trata de que le importe poco; hoy es el día. Pero no puede dejar de pensarlo: Barreiro está armado.
    Café San Marcos. Va al baño o a tomar un café. Funes lo espera en la vereda de enfrente. El baño pudo haber sido el sitio del encuentro. Raro también, nunca lo había imaginado ahí; y es bien fácil encontrarse en un baño público. Y. aunque sabe que Barreiro fue al baño, prefiere creer que sólo entró a tomar un café. Un baño es un lugar reducido, torpe. Mejor se queda en la vereda de enfrente, esperando que salga. Antes estuve acostado: inconsciente, primero; con arcadas agrias, después. No quiere pensar y de pronto decide que pensar también sirve.


    ­"En la cabeza no, animal, lo podés matar", lo escuché al primer golpe. Debo confesarlo ­dijo Funes­: tuve miedo.
    Funes estaba en el centro del sillón y, salvo la música, el silencio era total.
    ­Yo me hubiese muerto ­comentó Ana María mientras comía una masa de crema; iba a decir algo más, pero sólo hizo una mueca­. Esta crema está agria­agregó.
    ­Pero se puede resistir ­continuó Funes­, llega un momento en que se puede resistir.
    Otra vez silencio. Tantas veces había narrado su historia que, quizá sin proponérselo, llegó a crear un sistema de pausas y medias voces. También hoy (a pesar del encuentro) el sistema servía: en este instante, la pausa; alguien preguntará cómo se puede resistir.
    ­¿Cómo es posible resistir? ­preguntaron.
    Y Funes, mirándolos, comenzó a explicarlo.


    Ahora Barreiro camina otra vez por Suipacha, dobla por Corrientes, se para frente al Opera y mira el programa. Varias veces lo había imaginado así, en el cine. Barreiro sentado una fila adelante mientras él, en la butaca de atrás (como está ahora) fijaba su vista en la cabeza de Barreiro (como la fija ahora) sin importarle la película. En silencio y vigilándolo. Y de pronto, con suavidad, le golpeaba el hombro. Entonces, Barreiro se daba vuelta, Funes lo miraba a los ojos, y, sin decir una sola palabra, le escupía la cara; no una, varias veces se la escupía. Barreiro se iba apurado; casi corriendo. O se quedaba quieto, de nuevo la cara hacia la pantalla. O se limpiaba la saliva, pidiendo perdón. Todo duraba apenas unos segundos. Luego, al despertarse, Funes se sentía más tranquilo y conforme.
    Ahora la película ha terminado. Como extraños muñecos que ante la luz recobran vida, la gente, en montón, comienza a levantarse de las butacas. Los primeros cigarrillos se encienden. Después, el éxodo: dos grupos compactos, uno por cada puerta, ahogan sus pasos en las alfombras, y charlan en voz muy baja. Alguien ríe. Todo tiene el aspecto de un extraño ceremonial. Alejandro Funes va entre ellos. Su atención está fija en un sombrero crema y un traje gris que caminan unos metros más adelante. Se termina la alfombra, el ritual y el aire acondicionado, hay una fuerte oleada de calor y, de golpe, la calle. Por un segundo, Funes siente algo que puede ser rabia: Barreiro ha desaparecido de su vista. Maldice a todos los que caminan por Corrientes y mira el reloj: la una y diez; ahora es cuando la reunión en casa se pone linda, piensa.
    Y otra vez siente eso que pudo haber sido rabia: el sombrero crema está parado junto a un quiosco, y ya sube a un tranvía.


    Madrugaba y habia clima para "Juego de la verdad". El calor era insoportable, pese a las ventanas abiertas. Ya no habia whisky. Una sola lámpara daba luz a la mesa y a los sillones. El resto de la habitación en penumbras: "la oscura luz", como le gustaba decir a Ana María. El calor igual era insoportable. Los hombres se habían quitado el saco y aflojado la corbata. Dos o tres mujeres se abanicaban con lo que tenían a mano. Más que sentados, estaban desarticulados sobre los sillones, en las más diversas actitudes. Había clima, si, para "Juego de la verdad". Pero Funes debía contarles cómo se puede resistir. Encendió un cigarrillo y le hizo una seña a Haroldo.
    ­Se puede... ­comenzó a decir Haroldo, ya habituado a la seña.
    ­Jugar a la verdad, exactamente lo que iba a proponer yo ­dijo Funes, sonriendo.
    Entonces, la intervención indignada de Ana María.
    ­Por favor, Alejandro, se han reunido para escucharte ­dijo Ana María, y parecía indignada y a vos se te ocurren estas bromas.
    Funes fue construyendo el ademán de disculpa. Después, serio, dijo:
    ­Llega un momento...
    Aún debían interrumpirlo.
    ­Perdoná, Alejandro, no todos saben cómo fue la cosa ­dijo Haroldo, con un gesto cómplice­, propongo que contés el proceso paso a paso. Pienso que todos tenemos tiempo.
    Negarse, no mucho.
    ­Pero los voy a aburrir.
    Rápido: un "nunca", un "por favor" o un "todo lo contrario".
    ­Todo lo contrario ­dijo una señora. Era su primera reunión en lo de Funes.
    Ahora la orden.
    ­Perfecto, lo cuento a cambio de un buen café.
    Ana María y la mujer de Haroldo fueron hacia la cocina.
    Funes se acarició suavemente los labios y comenzó su relato:
    ­"Conocés los métodos que usa la policía para hacer hablar", él me lo dijo, después del interrogatorio. Yo puse cara de no entender y contesté que no, que no los conocía. "Mejor que no los conozcas nunca", nada más dijo. Hay que ser duro para aguantarse un comienzo como ése. Y les puedo asegurar: se acaban los compañeros, los camaradas y todo eso. No queda nada, se está solo. Y hay que proponérselo, simplemente. Es el único sistema, exigirse no decir una sola palabra. Ser fuertes, digamos. Y, fíjense, les puedo asegurar que uno lo hace no para proteger a los otros; ellos, todos, cuando a vos te agarran: bon voyage, arreglate como puedas; si hasta dan ganas de hablar. Por eso digo que es una especie de capricho feroz; prometerse: ni una palabra. Y no hablar. Conmigo al menos pasó asi.
    Miró a uno por uno. Luego, como pensando, con los ojos entrecerrados, levantó la cabeza. El silencio era auténtico. Hasta Haroldo, hoy, parecía interesado por el relato. Una breve pausa, y las palabras de Ana María. Se equivocó, fue la señora que por primera vez visitaba su casa quien hizo la pregunta que no debía haber hecho.
    ­Pero, ¿no dijo nada? ­preguntó.
    Nada, compañero, ni una sola palabra. Lo juro: aguanté todo. ¿Ves las marcas?, es porque aguanté todo. No sé cómo me dejaron libre, te juro, no sé; pero aguanté todo. Y era tan fácil hablar, tenés que ver lo fácil que era: con decir un nombre o dos o tres, listo, no te pegaban más. ¿Te das cuenta?: no te pegaban más. Pero yo no dije un solo nombre, ves las marcas, ni uno solo dije. 0 quiza dije uno: Roberto Dubner, Trelles 230, pero para que no me dieran este golpe... ¿Ves? aquí, donde no tengo la marca. Y uno más: Rubén Vela, Las Casas 115; venían con la picana, ¿te das cuenta?, y es difícil aguantar la picana. Sólo dije: Horacio Fresenza, Azara 314, y listo: no me hicieron nada, hasta agua me trajeron. Te juro, los dije sin darme cuenta, solos, con el agua. Raúl Sesarego, Olavarría 1011 y Aída Bruzzi, Patagones 34; y otro poco de agua y basta de golpes ¿ves que no tengo marca?, gracias a Saúl y Jorge Bellini ¿te acordás de los hermanos Bellini?: Nazca 2136, por ellos no tengo marca; yo siempre los quise, estaba seguro de que me iban a ayudar. Es tan fácil, decís un nombre: Antonio Franco, y en seguida te viene el otro: Arturo Taicar, y el otro: Susana Fuentes; son tus compañeros, te están ayudando para que no te peguen más. Y ya no te podés olvidar ninguno, y decís todos: Pech, Ríos, Chari, Robles, Pérez, Tokar, Brinman; todos. Todos me ayudaron, compañero, Guillermo Bornik ¿asi te llamás?, y vivís en General Hornos 213, gracias, vos también me ayudaste.
    ­Nada, señora, es cuestión de no decir una sola palabra.
    ­¿No que ha de ser terrible soportar eso? ­dijo por fin Ana María, en voz muy alta, y con un gesto que abarcaba a todos los reunidos.
    ­¡Terrible! ­repitió la señora.
    Lo terrible es el miedo, compañero. Cuando sabes que estás solo, y te empezás a dar cuenta que un nombre y una dirección, ¿ves que simple?, nada más que eso: un nombre y una dirección, significan dos minutos de descarga eléctrica por todo el cuerpo, o una patada, o un puñetazo; esa misma patada que sabés que va a ser para vos, que te la vas a tener que aguantar vos y que solamente a vos te va a doler. Cuando te empezás a dar cuenta que no podrás aguantar más, que la resistencia del principio fue vencida con nuevas descargas cada vez más potentes. Cuando las palabras de los que te rodean y que sentís lejanas, pero que estan ahí, a tu lado; cuando también las palabras te empiezan a doler y a darte miedo, cuando sabés que con decir uno o dos nombres todo se termina: las palabras y las patadas y esa horrible corriente eléctrica, y viene el agua, o un cigarrillo; cuando sabés todo eso, cuando el miedo o el dolor, o los dos juntos, te hacen olvidar de las tardes de campaña financiera, de reuniones secretas, de tarimas improvisadas en la puerta de cualquier fábrica; cuando sabés que no podrás aguantar un solo golpe más, te juro, todo se te junta, tratás de pedir perdón, y hablás . . .
    La puta madre que te parió, Francisco Barreiro.

    ­Sí ­dijo­, pero se puede resistir. Todo es cuestión de pensar que la fuerza del hombre tiene un límite. Perfecto, también el dolor tiene un límite. Cuando uno sabe que puede soportar hasta ese límite, listo, más que eso no puede doler. La cosa es soportar hasta ahí; después es fácil.
    ­¡Fácil! habría que ver qué opinan los que torturan ­interrumpió alguien.
    Funes, riendo, se dejó caer contra el respaldo del sillón. Dijo:
    ­Eso se lo tendríamos que preguntar a Francisco Barreiro.
    ­¿Quién es el propietario de ese nombre? ­preguntó Haroldo; nunca, antes, lo había escuchado.
    Y Funes se oyó hablar.
    ­El que dirigía a los que torturaban ­dijo. El jefe, en una palabra.
    La señora nueva, en voz baja, comentó con su esposo la tranquilidad que tenía este hombre para contar ciertas cosas. "Cosas terribles", habló ya fuerte. Pero fue su esposo quien, con una mirada inquisidora preguntó:
    ­Usted perdone, hasta el nombre conoce. ¿Nunca pensó encontrarlo?; digamos para vengarse, o algo así.
    ­Siempre pensé que alguna vez me iba a topar con él ­dijo Funes­, pero nunca se me ocurrió buscarlo.
    Lo dijo haciendo una mueca maravillada, como de sorpresa; después, miró a Ana María. Ana María apagó el tocadiscos y fue por más café.


    Y ahora es su última oportunidad.
    Junto a Funes se ha sentado una vieja con sombrero de plumas verdes. Delante, dos chicas, también con sombreros, charlan animadamente. La hija y una amiga de la hija, piensa mirando de reojo a la vieja, seguro vienen de un casamiento. Barreiro está sentado en la otra fila, cinco asientos más allá. Un guarda de nariz morada y cara de sueño, le acerca un boleto. Después me llevaron a una sala. Y entonces te vi. Y te escuché: era la misma voz que había ordenado más corriente. Tu voz, Barreiro, me dijo que era un hombre libre; que no me quejara: mi cuerpo no tenía una sola marca. ¿Te acordás?, te acercaste para decirme que había sido flojo, que sabías, desde el primer momento, que yo no podría aguantar. ¿Te acordás cómo dijiste?: "estabas blanco, putito"; así, con una sonrisa burlona, lo dijiste; después, en voz muy baja, me gritaste "gallina". Y me escupiste la cara. ¿Te acordás, Barreiro? La vieja del sombrero y las dos chicas bajan en Constitución. Funes, sin saber por qué, mira el boleto que tiene en la mano. Suerte: capicúa. Porque alguna vez te iba a encontrar; ¿ves qué simple? y te iba a seguir, ¿sabés para qué? para escupirte la cara; nada más que para eso, Barreiro. 33533. El calor es insoportable y ya casi no queda nadie en el tranvía. Funes decide vertiginosamente tres últimas maneras de enfrentar a Barreiro y, aunque nunca lo enfrentará, se impone una: cuando se pare, ahí mismo. Claro que el otro lo va a reconocer, esos malditos ­piensa­ tienen memoria de elefante. También piensa que está armado. Baja una pareja. "Y dice que lo hizo en defensa propia, ésa es la excusa. Pero de esta noche no pasa, tengo que hacerlo." El guarda está charlando con el motorman y, salvo el viejito del último asiento, en el coche sólo quedan Funes y Barreiro. "Me reconoce, y estos tiran a matar." Baja el viejo. Ahora es cuando hay que ir, se dice Funes, y decide pararse; la entrada del guarda lo hace volver a su sitio. Mira por la ventanilla y ve una calle completamente mojada, con adoquines de brillo extraño, fantasmagórico. Ve dos camiones petroleros estacionados. Una pareja pasa casi corriendo. Lee: "Prohibido Fumar y Escupir". Comienza a explicarse por qué no hubo grito, al principio, en el hall del cine. "Después de todo ¿qué gano?, si no voy a poder acercarme." El guarda vuelve a charlar cón el motorman. "En cuanto me ve me reconoce, y qué: me hago el héroe conmigo mismo; ¿qué consigo? ¿a ver?" Los camiones quedaron atrás, ahora sólo existe la calle. "La honra, y tres balas en el estómago. Porque tirar, tira; es seguro." Lee: "Capacidad 36 pasajeros", y se convence de que, por lo demás, cada cual tiene el el trabajo que más le gusta. Como aquel hombre da boletos, o ese maneja, o el de más allá vende diarlos, Barreiro hace lo que hace, le pagan para eso. Lee: "Prohibido asomarse o sacar los brazos por la ventanilla", y se sobresalta: Francisco Barreiro, allá adelante, se ha puesto de pie. Funes le clava la mirada en la espalda. Ruega que, por favor, baje por la plataforma delantera; en los tranvías se debe descender por la plataforma delantera y, además, ésa es la única forma de que Barreiro no lo reconozca. Pero a Barreiro le resulta más cómodo bajar por atrás, mientras se acomoda el sombrero queda frente a Funes, que no sabe nada de esto porque, desde hace un rato, eligió el vidrio de la ventanilla con la calle húmeda y los adoquines de brillo extraño. No sabe que Barreiro ha pasado sin mirarlo; lo escucha, si, caminar hacia la puerta y lo imagina bajando. Lee: "Prohibidofumar36pasajerosporlaventanilla", cierra los ojos y, sonriendo, murmura un "no me reconoció"; feliz. Ha quedado solo y sonriente y dentro de muchas cuadras bajará y, después, con impaciencia, buscará un taxi en la calle desierta. El reloj del convento de Santa Felicitas va a sonar dos veces y Funes pensará que todos, en su casa, estarán preocupados por la tardanza. A la reunión de esa noche irá gente nueva y él, como siempre, ha de contarles de qué manera resistio las torturas de la Sección Especial. Pero, para eso, todavía falta una larga media hora.


del libro "Los muertos", de Vicente Battista. © 1968.